jueves, 31 de diciembre de 2009

Volver al principio

Antes de que surgieran las cosas, ya existía una Persona, o una Fuerza , alguien con
una visión, con una intención y con metas. En ese principio, la Persona o la Fuerza o lo que podía cambiar el estado de las cosas, determinó que la Energía se diversificara hasta alcanzar campos y formas de lo que hoy conocemos como materia. Es probable que haya habido el comienzo de una explosión para que el Universo en expansión, éste en el que vivimos, comenzara a tomar las formas de la energía que conocemos como materia, como los cielos, los espacios que ahora sabemos diversificados y como la tierra, o sea, todas las formas de la materia, que va evolucionando. Este Universo echó a andar con la primera diferenciación de la energía, en espacios con contenidos tenues, poco discernibles y entendibles, pero siempre diferenciados de la materia, que es energía con campos y composiciones definidos que nos llevan a saber de la masa, de la valencia, de las combinaciones de átomos y partículas subatómicas, de moléculas que adquieren propiedades definidas, capacidades de combinación y caminos qué recorrer hasta llegar a ser otra cosa, generalmente más compleja.

Este proceso que se echó a andar ya llevaba rumbo. Hasta la fecha, podemos entender el camino recorrido como una evolución, que antes llamábamos de la materia y que nos llevó a entender cómo, en algún momento, estas combinaciones y recombinaciones de la materia llegaron a formar instancias, u objetos, con las capacidades de perpetuarse en lo que ahora llamamos funciones de la materia viva. La materia viva, a su vez, emprendió el camino de la diferenciación y de la especialización de las funciones, de manera que se fue diversificando y diferenciando en una dinámica paciente, pero segura, nunca lineal o sencilla de entender, pero apareciendo siempre con un rumbo determinado, o con un camino que siempre parece ir más allá de la casualidad.

Estas formas de especialización de la materia, o de complicación infinita de la energía en sus diversas manifestaciones, son lo que constituye el material de estudio de la Biología, o sea, la ciencia de los seres vivos. Dejamos atrás lo que entendemos como materia y como las manifestaciones concretas de la energía en objetos entendibles y medibles, para concentrarnos en una diferenciación de sustancias “vivas”, en sus funciones, en su evolución hacia una complejidad creciente y aparentemente infinita. El movimiento de la materia viva de lo sencillo a lo complicado, de lo unicelular a lo especializado en órganos y funciones y las modificaciones que va manifestando a lo largo de tiempos, cortos o largos, nos habla de proceso, de evolución, de caminos que parecen haber sido trazados y planificados, o de otros que parecen ser fruto de la casualidad, del ensayo y del error o hasta de alguna intervención inesperada hasta que la podemos entender.

Estamos ante la dialéctica de la mente frente al conocimiento, los hechos frente a la comprensión, la visión frente al entendimiento. Los párrafos anteriores no son más que un intento de condensación de muchas reflexiones y éstas nos llevan a darnos cuenta de cómo nuestra mente necesita, busca, ensaya y a veces logra entender el mundo en el que vivimos. A medida que avanzamos, cada uno en nuestro camino, podemos darle continuidad a nuestras vidas en la medida en que entendemos de dónde venimos y a dónde vamos. El enorme ruido que tenemos a nuestro alrededor nos aturde y podemos perdernos si no hacemos más que tratar de entender lo que nos piden o cumplir con lo que nos demandan, sin apartarnos para que, en el silencio de una reflexión hecha en la soledad creativa de nuestra autonomía, excluímos a las demás personas y entidades con las que tenemos qué tratar, para recuperar la visión de quiénes somos, quiénes queremos ser, hacia dónde vamos y por cuál ruta queremos llegar.

Un año comienza, que requiere de unos momentos de estar a solas con la creación de la que somos parte. En esta soledad, me voy al principio de todo para recordar de dónde vengo. Luego pienso en el camino que he recorrido para llegar a lo que me falta, según mis propias entendederas, y por dónde quiero llegar, puesto que la primera responsabilidad que tengo es la de mi propia creación, con los efectos que tiene sobre los seres más inmediatos que me rodean. Así, en medio de los ruidos de la acelerada tecnología, abrumado por las demandas de una sociedad en expansión y bombardeado por las invitaciones a seguir caminos enriquecedores de otros, mejor me vengo a mi rincón, recupero en la soledad el sentido de dirección y decido mi vida.

martes, 15 de diciembre de 2009

Herencia de amor, legado de valores

Diciembre se presta para reflexiones y planes. Se presta también, para aproximarnos a nuestros sentimientos y ubicarnos en el transcurso de nuestras vidas. Invito a mis lectores a compartir un ensayo que surgió hace tiempo, junto con la respuesta que provocó en mi hija Ingrid.

Nuestro tiempo se caracteriza por el aumento en la esperanza de vida. Cada vez que se reportan las estadísticas, avanza un poquito; cada vez que revisamos las familias y los amigos, encontramos más personas, más viejas y más activas, de tal manera que los viejos están disponibles, activos y participando de diversas y distintas maneras en los campos familiar, social, laboral, político, académico, etcétera.

En este escenario de longevidad creciente, y a pesar de la frecuencia creciente de las enfermedades crónicas o degenerativas, la mayor parte de esta población representa una fuente de manifestaciones que nos enlazan con el pasado, con ese pasado que los jóvenes impacientes perciben como peso muerto, pasado que a los adultos les representa la estabilidad que parece no hallarse en nuestro tiempo de cambios acelerados y situaciones inestables.

El diálogo de los viejos y las conversaciones con ellos, nos dan idea de cómo fue el principio de sus vidas: aquéllos que gozaron de un buen maternaje, y les fue dada la estabilidad de una seguridad básica, resultan ser viejos estables, seguros y capaces de ofrecer el producto de su experiencia; los que no alcanzan la seguridad estable, aparecen inseguros, se desesperan fácilmente o expresan la amargura de su hambre no satisfecha. Estos segundos viejos requieren ser cuidados, defendidos y apoyados. Los primeros, los seguros y autónomos, pueden integrar sus conocimientos con sus experiencias para ofrecer lo que llamamos sabiduría junto con la paciencia y la capacidad de aconsejar.

Sin embargo, el ingrediente que no siempre se menciona, que está en el fondo de la estabilidad y de la seguridad básica, es el amor. Porque, realmente, lo que los viejos ofrecen cuando conservan su relevancia, cuando se constituyen en guías importantes y apuntan al camino hacia metas trascendentes, es el amor: amor a la vida para vivirla, amor a las personas para no temer a la intimidad, amor a las nuevas generaciones para compartir conocimientos, experiencias, comprensión y explicaciones; amor que representa el modo de vivir para no temer la derrota, o la muerte, o la decepción, aunque –y cuando- ocurren.

El amor como vivencia continua es el motor de un modo de ser, de ver la vida, de establecer relaciones con otros, de lejos y de cerca. Se va transformando en el individuo en esa seguridad básica de ser y del hacer, y del funcionamiento en el mundo. Cuando se convierte en componente esencial, se transforma también en algo heredable, es decir, en una enseñanza constante que va introduciéndose hasta lo más íntimo del ser de quienes lo reciben día con día, año tras año, hasta que ya no es consciente sino automático, ya no se cuestiona sino se ejerce.

Por eso es herencia, cuando es así: porque es como si biológicamente se convirtiera en factor esencial del ser, de tal manera que pasa de una generación a otra sin que medien documentos, opciones o negociaciones. Todo eso viene después del amor, como la vida del cristiano después de ser salvado por Jesús: no sólo cumple la ley, sino que va más allá; no sólo respeta la diversidad, sino que la encuentra enriquecedora; no sólo la ama, sino que acompaña, perdona, previene, abre caminos y alternativas, y hasta regaña a quienes quiere.

De allí que esos viejos, que ya pasaron por sus caminos, puedan alumbrar los caminos de los que vienen atrás. De allí que se van decantando y seleccionando las cosas que son importantes, las costumbres de justicia, la dignidad de lo que se respeta, la educación que controla y canaliza los impulsos y la conciencia social que propicia la convivencia. Porque sólo así los que son amados pueden transitar por los caminos con sentido de dirección, no sintiendo que pierden libertad, sino que ganan conocimiento de ruta y libertad para elegir.

A todo esto le llamamos “valores”, y su ejercicio permite que la confusión que ocasionan los cambios rápidos que vivimos no nos ahogue. En medio de una vida colectiva en la que el conocimiento se produce, ya no cada año o cada mes, sino cada día y se comunica al instante; en medio de una revolución tecnológica que nos lleva por la vida pretendiendo imponernos caminos, podemos detenernos, revisar nuestros valores, cambiar las interacciones y hacer que, tanto el conocimiento como la tecnología se conviertan en nuestros instrumentos para planear nuestra ruta, seguir nuestro camino y llegar a las diversas metas que nosotros mismos determinamos.

Si el amor es nuestra herencia y ya forma parte de nosotros, y si los valores son nuestro legado para determinar nuestro rumbo, podremos continuar como seres humanos dentro de nuestras vidas, y no productos secundarios, derivados pasivos o simples juguetes de un destino ajeno.

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Herencia de amor, legado de valores, respuesta de una hija



Nuestro tiempo no sólo se caracteriza por el aumento de esperanza de vida, sino también por la falta de compromiso de jóvenes y adultos contemporáneos. Así como encontramos personas viejas más activas y más viejas, también encontramos jóvenes menos activos y sin ganas de inventar su propio futuro, por lo que se concluye que entender las etapas de desarrollo de una persona puede ser fácil, más no así, vivirlas.

Quizás lo que pasa con los jóvenes y adultos contemporáneos, la razón de su pasividad, es que no tuvieron ese pasado tranquilo y que permitía pensar las cosas antes de hacerlas. El ritmo acelerado de la tecnología, los cambios radicales que han sucedido en diferentes partes del mundo y el caos interno con el que vive la gente hoy en día, no permiten planear y organizar un futuro con claridad ni con bases sólidas.

El diálogo que los viejos tuvieron con sus padres, el tiempo que pasaron con sus familias, las actividades que requerían uso de creatividad y las bases sólidas que esto proporcionaba no sucede actualmente con los jóvenes ni con los niños. El buen maternaje, una educación dirigida hacia la fe y la enseñanza de valores no son características comunes en la actualidad.

Los jóvenes que tuvimos la fortuna de vivir un pasado con estas características y con el ingrediente básico: el amor, tenemos la capacidad de ir creando un futuro, inventando nuestras vidas con la seguridad de un camino sólido y una estructura fuerte y propicia para enfrentar los cambios y las vicisitudes de nuestro presente tan acelerado. Tenemos la capacidad de amar lo que hacemos, amar la vida, amar a las personas, a nuestras familias, amar lo que hemos aprendido y compartirlo con los demás. Somos capaces de dar amor de una manera responsable y sin miedo a comprometernos, creemos en nosotros mismos y en los demás y, aunque tememos a la muerte y a las decepciones, seguimos adelante.

El amor nos lleva hacia delante, nos encamina y, en su momento, nos da la fuerza para entender el mundo. El amor es la esencia que nos da presencia en un mundo fantasma, sin fuerza humana en donde la tecnología gana la batalla día a día. El amor establece los vínculos que se han ido perdiendo con el tiempo, forma relaciones entre seres humanos y crea lazos que , a pesar de todo, son más fuertes que los medios que en algún momento se han querido apoderar de la esencia humana.

No somos juguetes de un destino ajeno, no mientras exista el amor y los valores que son parte de la esencia humana. No nos vamos a ahogar porque tenemos el legado de los viejos sabios que saben cómo hacer su parte. No vamos a perder el rumbo porque los viejos nos heredan su amor y nos enseñan cómo usarlo, cómo hacerlo parte de nosotros y cómo formar, con él, una estructura sólida que nos permita llevar una vida creativa y responsable.

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